Suena el despertador; ocho de la mañana del 14 de octubre. Ya está, no hay vuelta atrás, en dos horas sale mi vuelo a Beirut. Ha pasado todo un verano desde que le di el okey definitivo a Pablo. Tres meses empapándome de noticias sobre el país que sería mi casa durante todo el invierno. Quizá esperaba que la situación mejorase antes de mi llegada. Nada más lejos de la realidad. La prometida estabilidad que supuestamente debía acompañar a la reciente formación del Gobierno, puso en jaque, que, la solución a la crisis libanesa iba más allá de nombrar a un magnate como Primer Ministro. La inflación ha seguido disparándose, el precio de los productos más básicos ha alcanzado máximos desorbitados y los cortes de electricidad han seguido siendo un continuum por todo el país.
Antes de embarcar vuelvo a leer las últimas noticias; grupos armados han tomado las calles de la capital. Dicen que la sensación en los barrios recuerda a los años de la Guerra Civil. Aun no siendo un situación inusual en el país, enseguida recibo un mensaje de Pablo; no te quedes en Beirut, hay riesgo de que no puedas salir de la ciudad si los enfrentamientos continúan. Fadi, el taxista de confianza te llevará directamente a nuestro apartamento en el Valle de la Bekaa.
Si en el camino al aeropuerto había conseguido autoconvencerme de que todo iría bien, en unos segundos, esa sensación de incertidumbre y recelo vuelve a recorrer todo mi cuerpo. La excitación nerviosa que me suele acompañar antes de mis viajes, se manifiesta ahora de manera angustiosa. En Grecia, me acompañaba un estilo de vida muy similar a mis costumbres. En Mexico, compartía el habla y reconocía su gastronomía y tradiciones. Oriente Próximo, sin embargo, se me presenta ahora, como un territorio completamente inexplorado. Y, aunque el Líbano se enardezca de ser la máxima más pluralista de esta región, por primera vez, viajo a un país desconocido y ajeno a todas mis previas impresiones.
Todas las dudas que me envolvían se disipan una vez veo a Fadi esperándome con una sonrisa a la salida del aeropuerto de Beirut. Son las dos de la mañana y no hay una luz que ilumine la carretera más allá de la que irradian los focos de los coches. Tampoco hay semáforos o límites que distingan los sentidos de circulación. Dos golpes al claxon indican que vas a adelantar. De repente, Fadi reduce la marcha y baja la música, nos estamos acercando a uno de los muchos checkpoints que recorren el país. Ya me habían avisado, Líbano es un Estado muy militarizado y esto, al parecer, ayuda a preservar la seguridad en la región. Bajamos las ventanillas, enseñamos nuestros pasaportes y tras un cordial “Shukran” nos dejan continuar.
Después de una hora de trayecto, llegamos a Jdita por una carretera que se vuelve cada vez más sinuosa. El apartamento se encuentra en lo alto de una colina iluminada por unas letras árabes que parecen simular el cartel de “Hollywood”. Llamo a la puerta; son las tres de la mañana, y aun y todo, el resto del equipo me espera despierto para darme la bienvenida.
Además, por ahora, hay luz en el apartamento.